finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie,
me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le devolví la
sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al
monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje
hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar
que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío,
ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos
barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un
Mercedes nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes.
El mejor coche de los que allí había era un flamante
Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el motor en cuanto aparqué
en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención
de los demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo
con la esperanza de no tener que andar consultándolo
todo el día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y
respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción.
Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la
acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla
chaqueta negra no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba
fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro
sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina
del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a
hiperventilación al aproximarme a la puerta. Para paliarla, contuve
el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables
de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían
en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había
23 varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara
como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro.
Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo
al que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba
como Sr. Mason. Se quedó mirándome embobado al leer
mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento,
y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al
menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme
al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil
mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron
para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de
lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica:
Brontë, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a
todos, lo cual era cómodo… y aburrido. Me pregunté si mi madre
me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o
si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión
mientras el profesor continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico
flacucho, con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre
al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de
ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron
para mirarme.
—¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó.
Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh… Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado
amable, sin duda—. Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia,
que caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas
nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba
no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes
y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después
de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el
sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de
la zona sur, cerca del gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta,
aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez
coincidamos en alguna otra clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía
a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor
de Trigonometría, el señor Varner, a quien habría odiado
de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el único
que me obligó a permanecer delante de toda la clase para
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25
presentarme a mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé
con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada
asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los
demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks.
Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho.
Al menos, no necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría
como de Español, y me acompañó a la cafetería para almorzar.
Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi uno sesenta,
pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena
de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por lo
que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores
y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas,
a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas
en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas por tener el
coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura,
Eric, me saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación
con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando
los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de
donde yo me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían
pese a que todos tenían delante una bandeja de comida.
No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás,
por lo que no había peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme
con un par de ojos excesivamente interesados. Pero
no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De
los tres chicos, uno era fuerte, tan musculoso que parecía un
26
verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. Otro,
más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello
del color de la miel. El último era desgarbado, menos corpulento,
y llevaba despeinado el pelo castaño dorado. Tenía un
aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la
universidad o incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural.
Tenía una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada
del número dedicado a trajes de baño de la revista Sports Illustrated,
y con el que todas las chicas pierden buena parte de su
autoestima sólo por estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada
hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía aspecto de duendecillo
de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde,
con cada punta señalando en una dirección, y de un negro
intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como
la cal, los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel
pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos tenían
ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores
de los cabellos, y ojeras malvas, similares al morado de los
hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o se
estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus
narices, al igual que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas,
simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar
la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan
similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y devastadora.
Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal vez
en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por
un artista antiguo, como el semblante de un ángel. Resultaba
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difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia perfecta
o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también
del resto de los estudiantes y de cualquier cosa hasta donde
pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja
—el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó
con un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado. Asombrada
por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su
bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior
a lo que habría considerado posible. Miré rápidamente a
los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
—¿Quiénes son ésos? —pregunté a la chica de la clase de Español,
cuyo nombre se me había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me
refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de
mi voz, el más delgado y de aspecto más juvenil, la miró. Durante
una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos
oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada
de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno en esa
mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera pronunciado
su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar previamente,
hubiera levantado los ojos en una involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente
y fijó la vista en la mesa, igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La
que se acaba de marchar se llama Alice Cullen; todos viven con
el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su
bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y
níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus
labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida,
y, aun así, creí que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la clase de
nombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran
de moda aquí, quizá fueran los nombres propios de un pueblo
pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica,
un nombre perfectamente normal. Había dos chicas con ese
nombre en mi clase de Historia en Phoenix.
—Son… guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
—¡Ya te digo! —Jessica asintió mientras soltaba otra risita
tonta—. Pero están juntos. Me refiero a Emmett y Rosalie, y
a Jasper y Alice, y viven juntos.
Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un
pueblo pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello
daría pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.
—¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen parientes…
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre
veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados.
Los Hale, los rubios, son hermanos gemelos, y los Cullen son
su familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de
acogida.
—Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han
vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos
esos niños siendo tan jóvenes.
—Supongo que sí —admitió Jessica muy a su pesar. Me dio
la impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer
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no le caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección a sus
hijos adoptivos, supuse que eran celos; luego, como si con
eso disminuyera la bondad del matrimonio, agregó—: Aunque
tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas
furtivas una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña
familia. Continuaban mirando las paredes y no habían probado
bocado.
—¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así,
seguro que los habría visto en alguna de mis visitas durante las
vacaciones de verano.
—No —dijo con una voz que daba a entender que tenía que
ser obvio, incluso para una recién llegada como yo—. Se mudaron
aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión
porque, a pesar de su belleza, eran extranjeros y resultaba
evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única recién
llegada y, desde luego, no la más interesante.
Uno de los Cullen, el más joven, levantó la vista mientras yo
los estudiaba y nuestras miradas se encontraron, en esta ocasión
con una manifiesta curiosidad. Cuando desvié los ojos, me pareció
que en los suyos brillaba una expectación insatisfecha.
—¿Quién es el chico de pelo cobrizo? —pregunté.
Lo miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca
abierta, a diferencia del resto de los estudiantes. Su rostro reflejó
una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
—Se llama Edward. Es guapísimo, por supuesto, pero no
pierdas el tiempo con él. No sale con nadie. Quizá ninguna de
las chicas del instituto le parece lo bastante guapa —dijo con
desdén, en una muestra clara de despecho.Me pregunté cuándo
la habría rechazado.
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Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré
de nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la
piel de sus mejillas, como si también estuviera sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos
minutos después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso
el forzudo. Me desconcertó verlos. El que respondía al
nombre de Edward no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del
que me hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar
tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas amigas, que
tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Angela, tenía,
como yo, clase de segundo de Biología a la hora siguiente.
Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.
Nada más entrar en clase, Angela fue a sentarse a una mesa
con dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior
de color negro, exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía
la mesa con otro estudiante. De hecho, todas las mesas
estaban ocupadas, salvo una. Reconocí a Edward Cullen, que estaba
sentado cerca del pasillo central junto a la única silla vacante,
por lo poco común de su cabello.
Lo miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para
presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante
de asistencia. Entonces, justo cuando yo pasaba, se puso
rígido en la silla. Volvió a mirarme fijamente y nuestras
miradas se encontraron. La expresión de su rostro era de lo más
extraña, hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé
otra vez. Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve
que aferrar al borde de una mesa. La chica que se sentaba
allí soltó una risita.
Me había dado cuenta de que tenía los ojos negros, negros
como carbón.
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El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un
libro, ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe
que íbamos a caernos bien. Por supuesto, no le quedaba otro
remedio que mandarme a la única silla vacante en el centro del
aula. Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba a sentarme
junto a él, ya que la hostilidad de su mirada aún me tenía
aturdida.
No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me
senté, pero lo vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó
en la dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó
el rostro como si algo apestara. Olí mi pelo con disimulo.
Olía a fresas, el aroma de mi champú favorito. Me pareció un
aroma bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el hombro
derecho para crear una pantalla oscura entre nosotros e intenté
prestar atención al profesor.
Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema
que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con
cuidado, sin apartar la vista del cuaderno.
No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo
a través del pelo al extraño chico que tenía a mi lado. Éste
no relajó aquella postura envarada —sentado al borde de la silla,
lo más lejos posible de mí— durante toda la clase. La mano
izquierda, crispada en un puño, descansaba sobre el muslo.
Se había arremangado la camisa hasta los codos. Debajo de
su piel clara podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro
y musculoso. No era de complexión tan liviana como parecía
al lado del más fornido de sus hermanos.
La lección parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se debía
a que las clases estaban a punto de acabar o porque estaba
esperando a que abriera el puño que cerraba con tanta fuerza? No
lo abrió. Continuó sentado, tan inmóvil que parecía no respirar.
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¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa forma habitualmente?
Cuestioné mi opinión sobre la acritud de Jessica durante el almuerzo.
Quizá no era tan resentida como había pensado.
No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de
nada.
Me atreví a mirarle a hurtadillas una vez más y lo lamenté.
Me estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos
de repugnancia. Mientras me apartaba de él, cruzó por mi mente
una frase: «Si las miradas matasen…».
El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírlo y Edward
Cullen abandonó su asiento. Se levantó con garbo de
espaldas a mí —era mucho más alto de lo que pensaba— y cruzó
la puerta del aula antes de que nadie se hubiera levantado
de su silla.
Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada
perdida cómo se iba. Era realmente mezquino. No había derecho.
Empecé a recoger los bártulos muy despacio mientras
intentaba reprimir la ira que me embargaba, con miedo a que
se me llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me enfadaba,
una costumbre humillante.
—Eres Isabella Swan, ¿no? —me preguntó una voz masculina.
Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro
aniñado y el pelo rubio en punta cuidadosamente arreglado
con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no parecía
creer que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
—¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—Es también mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia
en una escuela tan pequeña.
Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi
toda la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en
California hasta los diez años, por eso entendía cómo me sentía
ante la ausencia del sol. Resultó ser la persona más agradable
que había conocido aquel día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás
lo había visto comportarse de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que
lo había notado y, al parecer, aquél no era el comportamiento
habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
—¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología?
—pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido.
—No lo sé —le respondí—. No he hablado con él.
—Es un tipo raro —Mike se demoró a mi lado en lugar de
dirigirse al vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme
a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.
Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas.
Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó
para disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió
un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase
de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos años
a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro
años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más
literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban
de forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar
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los muchos golpes que había dado, y recibido, cuando jugaba
al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me
dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con
las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y
soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en
la cálida oficina. Edward Cullen se encontraba de pie, enfrente
del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado pelo
castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me
apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que la recepcionista
pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable.
Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra
hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser
otra cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en
el laboratorio de Biología. La causa de su aspecto contrariado
debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que
aquel desconocido sintiera una aversión tan intensa y repentina
hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento helado
hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó
los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a
andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles
y salió, pero Edward Cullen se envaró y se giró —su agraciado
rostro parecía ridículo— para traspasarme con sus penetrantes
ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un
estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello
de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me
heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia
la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias
por su ayuda.
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con
el rostro lívido en lugar de colorado— y le entregué el comprobante
de asistencia con todas las firmas.
—¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de
forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.
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